Entre todos los libros que he escrito y publicado sobre el tema de la lectura, que no son pocos, considero éste un libro de emergencia, no sólo porque lo escribí a lo largo de estos meses de confinamiento producto del COVID-19, sino, y sobre todo, porque la cultura escrita está en un momento de gran riesgo no únicamente por la crisis editorial que trajo consigo la pandemia, sino también por el resurgimiento de la epidemia ideológica y moralista, esa que ve en los libros no tanto sus virtudes literarias como sus posibilidades de uso para el adoctrinamiento político, sobre todo entre aquellos lectores que, cándidos o no, están dispuestos a creer ciegamente que los libros y, con ellos, los autores y los lectores deben estar al servicio del poder y sus delirios. No. Los libros no deben esclavizar a los lectores en una determinada ideología, creencia o convicción. El mayor valor de los libros es hacernos libres porque, por principio, liberan el pensamiento de ideas fijas y militantes. Quienes tienen al texto como fundamento, como un instrumento catequístico y no como un lugar de libre pensamiento y de placer, son peligrosos, y lo han sido en todo tiempo y lugar. Cuando se pierden de vista el placer estético y el gozo del conocimiento, cualquier libro (incluido el mejor) puede servir para justificar cualquier cosa: los fundamentalismos del poder, por ejemplo, ese poder que sólo acepta los libros a condición de que lo enaltezcan. Y es muy triste saber que hay personas que leen y que escriben que están dispuestas a obedecer un mandato por encima de los valores espirituales de la lectura, el placer y el gozo del conocimiento. Los libros que no nos liberan, nos atan, y a veces esas ataduras las ponemos nosotros mismos al momento de leer. Nada más hay que decir aquí: lo otro está dicho en las páginas de este libro
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