¿Ha de buscarse la causa de este mundo detestable en los presuntos enemigos de los derechos, los cuales, además, son difíciles de identificar, y, por tanto, en un dato externo a los derechos, o sea, en su actuación defectuosa cuyo remedio habría de procurarse por la promoción de esos mismos derechos? ¿O la causa es otra, intrínseca a la propia concepción de los derechos, en un mundo como el actual que se revela cada vez más injusto y violento, y siempre más pequeño, en el sentido de una totalidad en la que cualquier parte está en relación de interdependencia con todas las demás? Nuestro mundo es sostenido por poderosas fuerzas centrípetas. Pero, paradójicamente, la reivindicación de los derechos, en lugar de promover la diversidad y la diversificación, corre el peligro de impeler la uniformidad y la homologación.
Por eso, escribe Gustavo Zagrebelsky, «en época reciente, por detrás o junto a la ideología victoriosa de los derechos humanos, se ha abierto paso la exigencia de revalorizar los deberes, no ya desde la perspectiva de la sujeción a un orden impuesto, sino desde el punto de vista de la pertenencia a un mundo que se rige gracias a frágiles equilibrios y encajes, amenazado por la catástrofe. No se puede hablar de deberes si olvidamos que fueron concebidos, al principio, como obediencia a los dioses y, después, a los soberanos, y que les sucedió la edad de los derechos como emancipación de esas opresiones. Hoy vuelve a ser el momento de los deberes, pero hacia nuestros semejantes. Atañen a todos y hacia todos, en los mismos términos. De modo que, cuando hablamos de deberes sin Dios y sin soberano, abogamos por nuestra propia causa».
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