En filosofía, ni se puede retroceder a antes de Heidegger ni es posible dar por buena su barbarie. La ardua tarea del filósofo consiste en aprovechar para la nueva filosofía lo que aquél no ha logrado integrar sabiamente en su enseñanza y que sigue vivo y lleno de porvenir en Platón, Descartes, Husserl y, desde luego, en el monoteísmo bíblico, entendido como fuente de sentido para la razón.
Lo primero a recuperar es el nombre mismo del tema central del pensamiento y de la vida espiritual entera: el ser humano (no el Dasein o el Ultrahombre). Pero sucede que la responsabilidad y el afán por definirlo sólo son comprensibles desde el trascender, la trascendencia, que se experimenta como deseo: deseo de lo otro, de lo absolutamente otro; anhelo activo de salir de la monotonía de uno mismo para ascender a la paz, al bien perfecto.
La trascendencia, entendida como acontecimiento, no es la plena realización de sí mismo. Es la bondad. Pero ésta no brota espontáneamente de mí (Mismo), sino que viene santamente ordenada por el mandamiento y la presencia del otro (Otro). El hombre cerrado sobre sí Mismo sólo se abrirá a la trascendencia cuando su deseo de alteridad absoluta sea despertado por la irrecusable expresión de Otro, que se insinúa en la dualidad del amor y se suscita plenamente en la fecundidad de este amor.
Emmanuel Levinas (1906-1995) es uno de los grandes filósofos del siglo XX. Discípulo de Husserl y Heidegger, e indirectamente de Rosenzweig y Buber, ha elaborado desde la ética una radical filosofía primera.
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