Julio Camba, literato «en» periódico y maestro del artículo y la crónica, nunca fue ni pretendió ser un crítico musical. La música que le gustaba podríamos calificarla, en general, sin excesivos problemas, como «música clásica ligera», es decir, que le gustaban unas músicas que eran la versión sonora de ese mismo espíritu ligero y travieso que animaba sus artículos: una literatura bastante exigente en su sencillez y en su claridad pero que no quiere tomarse demasiado en serio a sí misma.
Estos artículos no pueden ser, por lo tanto, los de un crítico profesional, ni siquiera son los de un buen aficionado. A Camba le gustaba esa música que no requiere una atención excesiva para disfrutarla y que se puede oír, adivinar más bien, en cualquier café, entre los ruidos de las cucharillas y de los platos, entre los rumores de las conversaciones y las exclamaciones de las tertulias; o en cualquier calle, incluso al aire libre, en plazas, grandes avenidas, paseos y parques públicos; en pequeñas salas de teatro; en fiestas populares y de los desfiles militares, en los music halls y en las cervecerías. En definitiva, una música fácil y barata, imprevista y gratuita, no demasiado profunda, nada elitista ni hermética, sino fácil y directa, pensada para gustar a todo el mundo.
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