En 1198, cuando la Iglesia católica estaba a punto de ser absorbida por el imperio germánico, Inocencio III fue elegido Papa y llevó a la Iglesia a su momento más alto de la historia. Logró convencer a la cristiandad no sólo de ser el sucesor de San Pedro sino el representante de Jesucristo mismo en la Tierra. Determinó qué era lo bueno y qué era lo malo, convocó dos cruzadas, fundó una policía para supervisar la ortodoxia (los dominicos), inventó mecanismos de control como la confesión, el matrimonio indisoluble y la idea de la “transubstanciación”. Aniquiló a quien le hizo competencia —la Iglesia de Constantinopla y los cátaros— e, incluso, despojó de su reino al monarca de Inglaterra.
Considerado por Hans Küng “tal vez el Papa más brillante de todos los tiempos”, Inocencio III es retratado en esta novela como un hombre que vivió intensamente el amor, el sexo, la soledad, el poder y el peso abrumador de la responsabilidad.
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