Canales, Carlos / Del Rey, Miguel
Todos los conflictos bélicos, aunque quede oculto por el brillo de las «heroicas» batallas, se producen por causas económicas. La Segunda Guerra Mundial no es una excepción. No las hay.
Durante los años 20 del pasado siglo, la prosperidad había favorecido un aumento demográfico. La crisis del 29 hacía muy difícil mantener a toda esa población, lo que propició tanto en Alemania como en Japón, amparados en su superioridad industrial, que se difundieran ideologías de tipo nacionalista que justificaban la supremacía racial de unos países sobre otros de su entorno, para poder sobrevivir.
Hasta ahí, el planteamiento no era distinto del que se había hecho la humanidad durante veinte siglos. Las diferencias aparecieron cuando el Nacionalsocialismo optó por el crimen para poderlo llevar a cabo. Y no porque sus dirigentes tuvieran mentes preclaras destinadas a gobernar el mundo, todo lo contrario. Porque eran tan simples, que lo único que se les ocurrió para quedarse con todo lo robado fue matar a sus dueños.
Aseguramos una visión diferente a la guerra, hagámoslo desde el principio: los aliados no derrotaron a los ejércitos del Reich gracias a los estadounidenses que desembarcaron en Normandía como salvadores del mundo —aunque nos hayan convencido de ello machaconamente durante la posguerra—, sino gracias al esfuerzo sobrehumano de la Unión Soviética. La auténtica vencedora.
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