Una cama, una mesa, una silla, un piano roto, un ejemplar de Las flores del mal, y más de cuatro mil papelitos dispersos con ideas y ocurrentes apuntes armaban la escena que se encontró en la habitación de Erik Satie al momento de su muerte en 1925. Suerte de reconstrucción literaria de su existencia –y quizá del contenido de esas anotaciones fragmentarias–, María Negroni se apodera en este libro de la voz de uno de los músicos y artistas más originales y aún vigentes del siglo XX.
Ni biografía, ni ensayo, ni poema, ni documento: objeto. Este volumen encuentra su propia forma a partir del montaje de textos e imágenes, partituras intervenidas, mapas y grafismos que, lejos de completar la figura de Satie, la diseminan para confirmar cómo se sigue escabullendo. Lo que permanece es el humor irónico y estimulante del eximio pianista de la belle époque, una imaginación fuera de lo común y su particular modo de relacionarse con sus contemporáneos. Picasso, Cocteau y Diaghilev –con quienes montó el extravagante y criticado ballet Parade–, pero también Man Ray, Duchamp y Picabia entran y salen de este libro, e incluso John Cage, quien sin conocerlo fue tal vez el que mejor interpretó su legado para la posteridad (“La cuestión no es la relevancia de Satie. Él es indispensable”, dijo).
Entre el templo y los cabarets, entre la elegancia del frac y la desfachatez, Erik Satie no fue un músico más: fue un esteta. Y esa suerte de pulsión artística determinaba su experiencia. Por eso no sorprende que hasta las esquelas a su amante Biquí (seudónimo de la pintora Suzanne Valadon) sean piezas tan creativas y desbordantes. O que queramos volvernos testigos involuntarios de sus rutinas cotidianas y sus recorridos embriagados por París.
María Negroni –como ya lo hizo en Elegía Joseph Cornell– consigue aquí lo que muchos intentaron: acceder sensiblemente a la interioridad del artista y ponerlo a dialogar activamente con nosotros a pesar de las distancias.
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