¿Es posible que alguien ame una casa como si fuera una persona? ¿Qué la ame tanto como para someterle no sólo su destino individual, sino también el de otros? George FitzRoy Seymour (1923-1994) pasó su primera infancia lejos de sus padres, en una antigua mansión rural inglesa propiedad de unos tíos. Desde entonces volcó su necesidad de afecto en aquel aristocrático lugar, que al cabo, y después de no pocas vicisitudes, acabó siendo suyo. En adelante ser dueño de Thrumpton Hall se convirtió en un estilo de vida: la voluntad de mantener una tradición señorial nada acorde con los tiempos. Por ello debió pagar un precio, económico y personal, muy alto. Y no fue sólo él quien tuvo que pagarlo. Miranda Seymour afronta en este libro uno de sus mayores retos como biógrafa: trazar la figura de un padre muy poco común y explorar, de paso, los rincones más secretos de su propia familia.
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