Hace mil años, para suplir en la veneración del pueblo la flor del ciruelo amada por los chinos, el emperador de Japón mandó plantar árboles de cerezo en todo el país, encomendó a los poetas que escribieran poemas sobre sus flores e impulsó la contemplación ritual que aún congrega cada año a multitudes y atrae a gente de todo el mundo. Los cerezos se multiplicaron en las antologías de poemas, las novelas y todas las artes, y aun en la meditación religiosa y la reflexión filosófica. En la ciudad de México se transmutaron en jacarandas: fue por obra de un jardinero japonés como estos árboles llenaron, hace menos de un siglo, calles, parques y plazas. Su florecimiento anual provoca el entusiasmo de muchos, pero en Alberto Ruy Sánchez el asombro se ha convertido en un rito; es decir, en un disciplinado fervor. Si su libro anterior de poemas se demoraba en la contemplación de la amada, éste atiende a la aparición de las flores en el árbol y al florecimiento de los sentidos en la meditación. Nubes cambiantes en el cielo del ojo, las jacarandas son trazos de una caligrafía susurrante en la página del deseo. El poeta las escucha hablar a solas y en coro, las mira bailar, persigue en su aroma sus metamorfosis, oye en su música la memoria de sus migraciones e interpreta con perspicacia sus mensajes. Es un libro íntimo pero en el que alienta una utopía colectiva: el anhelo, vuelto ya proyecto, de una ciudad digna de sus jacarandas. Será un libro fecundo.
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