Los desterrados no son solamente los nómadas que han dejado su casa para cruzar el último río, el que no llega nunca, o los que huyen de la muerte para, al final, encontrarla en otra parte. Los desterrados de estos quince cuentos son también los que se quedan en su lugar cuando ya no queda nada, cuando el progreso de los demás ha arrasado las maneras de seguir viviendo, cuando la violencia se ha quedado con la noche y con las calles, pero también cuando el deseo destruye todo lo habitual. Los desterrados son quienes han llegado al momento en que tienen que inventarse enteros.
En este lugar la lengua alcanza registros superlativos. Parra sabe convocar palabras que suenan a tierra y ritmos donde la lentitud de la espera es tan intensa como la velocidad de la persecución. Cada elemento está dicho como se debe: los diálogos, los pensamientos, la narración; en estas ficciones todo es verdad.
La violencia aquí no es jamás la pirotecnia de una moda. Es una herida que atraviesa toda la geografía del libro. A veces sangra y otras sólo es la calma entre dolores. La violencia no es lo que sucede todo el tiempo, sino la amenaza que obliga a estos personajes a vivir de cierto modo, a un estoicismo admirable, pesimista pero no siempre resignado, triste pero no siempre amargo.
Libro tras libro Eduardo Antonio Parra ha ahondado en cierta tradición extrema y muy difícil de practicar del cuento mexicano: la de Juan Rulfo, la de José Revueltas. En Desterrados ha ido más allá: muchas de estas páginas se desnudan, arden, se concentran y llegan a los territorios elementales del mito.
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