Gentes de todas las regiones, de muchos lugares del país y de más allá de las fronteras, se habían concentrado en el bosque desde una semana antes, acomodados en un mosaico de hamacas colgadas de los esbeltos troncos de las primaveras. Me alegró mirar a la senadora Mariana, al fortísimo Macario, a la Generala, a Juan Bosco y su hermana gemela; a los amigos judíos de los tiempos de la cárcel; al Oso Negro, ya famoso escritor de novelas policiacas; al candidato eterno de la izquierda (haciendo planes para buscar por tercera vez la presidencia de la República, como si su verdadera vocación fuese la de ser candidato y obtener victorias morales), y a otras caras conocidas en las manifestaciones, en los periódicos y en los noticieros de la televisión. La fila de carros, interminable de por sí, siguió creciendo en el transcurrir del camino. Tanta admiración causó el cortejo en la gente de los pueblos de la frontera, que formaron dos vallas de diez leguas, una en cada cuneta. Aquella especie de carnaval despertó sentimientos alegres. Nadie lloraba: ni las ancianas con tanta experiencia en demostrar de ese modo su cariño a los muertos. Estábamos en el punto preciso donde el Gran Río de Flores y el mar juegan a las vencidas; en el comienzo y el final de todo, igual que cuando dibujamos en el pizarrón un círculo.
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