Si la lectura se confunde con el deseo de animar una letra muerta y es impensable sin el amparo de una imaginación exasperada, leer un texto medieval supone más intensos esos movimientos, agravados por la tensión de un esfuerzo que se reconoce, muchas veces, vano. Atravesar con un llamado la opacidad de los siglos somete a vértigo la experiencia de nuestra contemporaneidad. Impone abandonar vivencias de opulencia y poder para componer la imagen de la barbarie: una Europa salvaje, todavía cubierta por bosques, con dispersas y escasas construcciones de madera, habitada por hombres analfabetos que causaron estupor por su rudeza y tosquedad a los de Bizancio en épocas de la primera Cruzada. De la profunda extrañeza a la curiosidad imperiosa, el vaivén de nuestro andar por El Cantar de Rolando todavía sustenta interrogaciones pendientes. Una certeza lo anima: leer este extenso poema compuesto alrededor del año 1080 es el modo más cabal de pensar el despertar de Occidente. Aunque el intento de recuperar el sabor de palabras proferidas hace casi mil años revista la forma de la utopía. Aunque el esfuerzo por figurarnos las inflexiones de la voz, los gestos, los cuerpos de quienes las escucharon sea abocarse al sueño de abrir para nosotros un universo totalmente acabado. ¿De qué otra manera "imaginar" si no es dando volumen a esa letra para que, con su poder poético, haga resplandecer por un momento el mundo ya apagado?
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