Estas crónicas no necesitan la descripción fotográfica o la pirotecnia verbal para acogerse al legado del nuevo periodismo de Tom Wolfe o Hunter Thompson. Servín tampoco recurre a los mecanismos literarios del ensayo, donde la autoridad del autor se basa, primero que nada, en la prosa hermoseada. Este libro no explica pero formula sentencias inapelables. Tampoco trata de encontrarle algo sublime a la violencia o algún secreto estético en la cultura popular. Es una mirada contreras, no un proyecto de interpretación trascendente o esencial de lo mexicano.
Yo soy el Mandrake efectivamente desciende de la nota roja mexicana, pero no en el modo pornográfico y moralista en la que, según sus críticos cultos, la han leído la mayoría de los lectores de periódicos del último siglo.
Los habitantes de la ciudad son protagonistas de la nota roja como Mandrakes, víctimas o cómplices. Hay expertos académicos que dicen que la nota roja es un mecanismo de control social o, por el contrario, una expresión de la resistencia cotidiana al poder. Servín la reconoce por lo que es, el sarcástico registro de una realidad inhóspita.
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