Decir que habitamos un mundo sin dioses, crepuscular, no es hacerlo como quien espera el alba del adviento de otas deidades, o, por el contrario, como quien nada espera. Es cierto que a menudo pensamos que no pasa nada. Ningún dios desciende a caminar por las calles de nuestra modernidad cenicienta y algo marchita. Vivimos la mayor parte del tiempo en la creencia de que estamos en un impasse, aguardando a que llegue la vida, esa vida que está en otra parte. El tiempo de la espera se alarga y nos aburrimos.
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