En plena ofensiva fascista, en algún lugar del Ebro, un anciano parece anclado a un puente, incapaz de reaccionar. No se sabe si espera la muerte o huye de ella. Se ha visto forzado a abandonar su pueblo natal y lo ha perdido todo por culpa de la barbarie de la guerra. Mientras los republicanos evacúan el lugar, el narrador, un soldado encargado de reconocer las inmediaciones, se dirige a él.
En una situación tan efímera como el encuentro en un puente entre un anciano y un soldado, Hemingway condensa la trayectoria de toda una existencia. Perfila, sin dibujarla, la línea de una vida anterior y sugiere, sin contarlo, lo que está sucediendo en ese mismo instante y las posibilidades que emergen de una vida futura -o truncada-.
Sin embargo, esta prosa sumergida se erige como la parte más importante de la historia. Más aún que la punta del iceberg: en apariencia, un relato sencillo sin acción; o el retrato de un héroe duro y resistente, elegante en el sufrimiento, como los que le gustaba retratar en sus obras.
Hemingway compuso este relato cuando trabajaba en España como corresponsal durante la Guerra Civil, a partir de una noticia que envió por cable el 17 de abril de 1938, Domingo de Resurrección. El viejo del puente vería la luz ese mismo año, en forma de relato y no de crónica, primero en la revista Ken Magazine, y poco después, como parte del libro Cuarenta y nueve primeros cuentos.
El epílogo de Ian Gibson, especialista en historia contemporánea, ofrece de forma precisa y rigurosa la contextualización de los hechos que subyacen bajo el cuento.
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