Uno, ninguno y cien mil, la última novela de Pirandello, es una obra breve, no menor ni secundaria, pero total y absolutamente lateral y discursiva: una circunstancia casual lleva a un personaje —Vitangelo Moscarda— a preguntarse quién o qué es realmente. El descubrimiento de que su nariz está inclinada hacia la derecha lo lleva a interrogarse sobre su identidad: si nunca, en sus veintiocho años de vida, había caído en la cuenta de que tenía la nariz inclinada, un número impreciso de hechos no ha de ser como él los creía. Sobre todo, él mismo no debe ser quien creyó ser durante todo ese tiempo.
Pirandello ha hecho una obra grata de un problema extremo de carácter kafkiano. Con la índole de una novela-ensayo, pero sobre todo con la índole de una charla.
La conversación de un loco que no lo es. Un quijote que no viste armadura, en el reducido espacio de una sala, de una escribanía, un banco y otros interiores de una ciudad provinciana. No ya La Mancha campesina. Richieri, Italia. El siglo XX. Más populosos, siglo y ciudad, que el escenario cervantino. Más, sin embargo, discretos e indescifrables en este relato.
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