Pocos años después de la caída del comunismo, un extraño malestar ataca a la modernidad democrática. Triunfante en los hechos, ésta disimula, bajo la intrepidez conquistadora de la globalización, un sentimiento de vacío, de agotamiento, de duda. La universalidad de la Ilustración, de la que Occidente se piensa depositario, no ejerce más el mismo poder de atracción. Ni hacia adentro ni hacia afuera. Por todos lados se manifiestan rechazos, revueltas, quejas que no se pueden poner exclusivamente en la cuenta del oscurantismo o del fanatismo. Todo ocurre como si algo no funcionara más en el modelo que encarnamos. ¿La herencia de la Ilustración estaría obsoleta? ¿Sería criticable?
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