“Entró en el asilo de pobres a los ciento siete años. El tiempo fue pasando. Ella lo llenaba, al tiempo, viviendo. No tenía otra cosa que hacer. Y allá está todavía hoy – con ciento quince años. Cada vez más pequeña, cada vez más sucinta. Ciento quince son muchos años: “¿está seguro de que no se engaña o miente o ya no piensa bien?” pregunté. Mi interlocutor dijo que también tenía dudas al respecto, pero que le habían asegurado que, si bien no tenía documentos, era efectivamente así. Y una de las pruebas estaba en el hecho de la presencia, en ese mismo asilo, de un viejo de ochenta y dos años coterráneo de la viejita de ciento quince. Y que había sido amamantado por ella... La madre del viejito no tenía leche y él fue alimentado por la viejita, en aquel entonces plena y joven. Y allí, en el mismo asilo, está el amamantado que no me deja mentir.”
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