Nunca el conocimiento había sido tan importante y a la vez tan sospechoso. En la era de la racionalidad triunfante, de la ciencia institucionalizada, de los avances tecnológicos y los sistemas inteligentes aparece una constelación extraña: al mismo tiempo que la ciencia goza de un enorme reconocimiento, muchas personas recelan de ella, desde la mera desconfianza hasta el negacionismo extremo. Este rechazo no se explica sin más por la resistencia irracional hacia el conocimiento propia de las sociedades tradicionales; nos está diciendo algo acerca del tipo de generación de conocimiento característico de nuestras sociedades. No entenderemos la sociedad en la que vivimos si no damos una explicación adecuada de este extraño antagonismo. No está en juego la racionalidad y su contrario, sino una cierta metamorfosis de la idea misma de racionalidad, que ya no puede definirse cómodamente frente a su simple negación. Perderíamos una gran ocasión de conocernos a nosotros mismos si descalificáramos esta incredulidad como una reacción al progreso civilizatorio. Hemos entendido la ignorancia como si fuera lo contrario de la racionalidad, pero apenas hemos reflexionado sobre la unidad de conocimiento y desconocimiento que nos caracteriza. Como siempre, el avance del conocimiento nos hace, a la vez, más sabios y más ignorantes. No hay descubrimiento científico o invención tecnológica que no lleve apareado, como su sombra, un nuevo desconocimiento. Qué hagamos con lo desconocido va a jugar un papel cada vez más importante en nuestra vida personal y colectiva.
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