«Mañanas de invierno, luz roja en la noche, aire inmóvil y seco antes de amanecer, el jardín que se intuye en la oscuridad del alba, empequeñecido y ocultado por la nieve, abetos sobrecargados que, por vuestros brazos negros, deslizabais, hora tras hora, vuestra carga, aleteo de los pájaros asustados y sus juegos inquietos entre un polvo cristalino más tenue y más brillante que la neblina iridiscente de un chorro de agua ¡Oh, inviernos de mi infancia, un día de invierno os ha devuelto a mí! En este espejo ovalado sujetado por una mano distraída, busco mi rostro de entonces, no mi rostro de mujer, de joven mujer cuya juventud pronto la abandonará.»
Para Colette, como para Proust, la búsqueda del tiempo perdido no está impulsada por una predisposición a la melancolía estéril; es más bien una forma de intensificar el instante presente reviviendo los recuerdos de un pasado en el que las imágenes y las sensaciones han permanecido intactas: el pudding blanco de Navidad, cuya salsa de mermelada de albaricoque diluida con ron y coñac bastaba para embriagar a la pequeña Colette; la espera impaciente del tambor municipal que en el alba rojiza despertaba a primera hora del primero de año al pueblo todavía dormido; las largas tardes de invierno junto al fuego y el jardín silencioso bajo el manto de nieve... Escenas domésticas en las que reinan una armonía familiar y una sencillez de otro tiempo. La combinación de la estación fría y la viveza de la pluma de Colette evoca un pequeño universo que merece ocupar un lugar entre las más bellas páginas escritas sobre los recuerdos de infancia.
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