¿Ha muerto el Parlamento? Si las Asambleas Legislativas fueron concebidas como una máquina perfecta, un exacto reloj, su sentido deja de existir desde el momento en que pierden sus engranajes: las alternativas ideológicas. El pensamiento único, resultado de la mediocre igualdad de la sociedad de masas, conduce a “un mundo feliz” en el que el debate se convierte en una anomalía de enfermos que todavía se atreven a filosofar. La realidad parlamentaria es fruto de una determinada historia, la occidental, y constituyó el arma intelectual, ideológica y de propaganda, de la burguesía en su lucha contra el absolutismo. El objetivo era la autodeterminación de los hombres, su felicidad. Una vez conseguida, su pervivencia empieza a ser puesta en cuestión.
Paradójicamente, el éxito de la institución parlamentaria sería su final pues desde que se realiza el programa de los racionalistas, el desarrollo indefinido, cualquier género de discusión carece de sentido. ¿Para que polemizar cuando el reloj social está funcionado de manera tan eficaz? Descubiertas las leyes que la naturaleza humana exigía, el encargado de darlas podría retirarse en paz. El mundo ya podría marchar por sí solo, y los individuos dedicarse a la pacífica búsqueda del bienestar. Pero si los hombres se desinteresan de la vida pública, se retiran de la ciudad, ¿quién garantiza el inteligente funcionamiento del sistema? A la larga, el sabio legislador podría ser sustituido por ingenieros sociales o informáticos capaces de generar una bella realidad virtual.
Somos el resultado de una civilización obsesionada por el progreso, por la eficacia. A lo mejor el resultado es hacernos a todos iguales y perfectos, liberados incluso de la necesidad de pensar, pues los que lo hicieran serían enfermos o malvados. No habría entonces nada que debatir. Pero, entonces, ¿la idea de libertad habría sido simplemente un sueño?
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