Ya sabíamos de la incuestionable habilidad de Fernando Aramburu para crear personajes e historias de auténtico fuste; nos lo había revelado con su primera novela, Fuegos con limón (Andanzas 279), que obtuvo en 1997 el Premio Ramón Gómez de la Serna y ha sido traducida recientemente al alemán, y nos lo confirmó con los cuentos de No ser no duele (Andanzas 316). Los ojos vacíos, su segunda novela, está destinada a situarle entre los escritores de mayor interés y permanencia en las letras españolas. Agosto de 1916: corren tiempos de tribulación en Antíbula; el monarca de este país ha sido asesinado ominosamente, la reina ha intentado huir de forma vergonzosa y se respiran en el ambiente aires de dictadura. Un extranjero un tanto misterioso llega a la hospedería del viejo Cuiña. La convulsión política -a la que no parece del todo ajeno- le arrastrará pronto al desastre, pero de sus amores furtivos con la joven hija del hospedero nacerá con el tiempo el protagonista y narrador de la novela. Considerado, por bastardo, como hijo del demonio, el niño parece, efectivamente, marcado por un invisible estigma que le hará crecer en medio de deslumbrantes descubrimientos y crueles decepciones. La miserable ferocidad del abuelo, la dulzura triste de la madre, el despertar de los sentidos o la felicidad que dan los libros serán los puntos de referencia de una vida que, como todas tal vez, sólo aspira a entender el caos que la rodea.
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