En estos cuentos, que bien podrían ser una sola historia, Andrés Montero retrata —con una prosa cercana a la oralidad y al mito— una costa bucólica, gris y mojada, donde las cosas suceden por pura inercia y los personajes se entregan a los días con diálogos sencillos y profundos, en los que se deja ver que el destino es irrevocable, pero que también es posible desgranar el tiempo con la serenidad y goce de quien pela una naranja o camina hacia la noche con un pescado en mano.
Un visitante extraño llega a un funeral y es confundido con el amante de la difunta; un anciano obsesionado con el ritual de su muerte se niega a partir con un secreto que lo carcome; un capataz advierte una revuelta y, cuando trata de aplacarla, descubre que es un fantasma; un par de bandidos se bate en un duelo bajo las estrellas; una mujer tiene visiones, gotas gruesas sobre un charco, que revelan el ocaso de alguien que ama, y dos parejas de viejos, siempre dos, juegan al truco en una promesa tierna que ha de cumplirse a pesar de todo.
Hay un rumor en el polvo que cubre los relatos, un secreto bien guardado en la ceniza de estas fotografías en blanco y negro. Es el rumor común de la muerte: una voz que nos interpela y pasa entre nosotros para embellecer cada acto, para recordarnos que todo es irrelevante y, por eso, hermoso y digno.
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