¿Y si la humanidad fuese una mota insignificante en la vastedad de un cosmos mecánico y materialista, totalmente indiferente hacia ella, y poblado de deidades monstruosas? ¿Y si la capacidad del ser humano para saber si existe un sentido o propósito en la acción de los seres cósmicos fuese equivalente a la de una ameba para entender los motivos del comportamiento humano? ¿Y si todos estuviésemos ya condenados por un destino tan caprichoso como el que condena a un prodigioso hormiguero a desaparecer bajo la suela de un zapato en un parque? Inquietudes como éstas son las que dieron lugar a los turbadores relatos con los que H. P. Lovecraft renovó el género del terror. Ya no estamos ante un universo de horrores etéreos, sino ante un terror palpable que se materializa en criaturas monstruosas y entes alienígenas, seres primigenios provenientes de las estrellas o de oscuros rincones de la Tierra, y que acechan nuestro mundo desde antes incluso del inicio de los tiempos.
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