Si algo necesita el mundo de hoy es un humor «macanudo» como el de Liniers. Inmersos desde hace algunas décadas en una era de crisis —económica, política, social, existencial, ambiental—; sumergidos en una época caracterizada por el aumento de la pobreza, el desempleo, los suicidios, la corrupción, la explotación laboral, el espectáculo, la desigualdad, el cambio climático; extraviados ante la falta de un horizonte de sentido claro, lo único que nos queda es reír. Y qué mejor que hacerlo guiados por Liniers, uno de los humoristas contemporáneos más importantes de América Latina, que desde hace más de diez años retrata diariamente en sus tiras el mundo que lo rodea: pingüinos que hablan, monstruos imaginarios, hombres misteriosos, robots sensibles, gatos con nombres de directores de cine, osos de peluche catatónicos, duendes coloridos y traviesos, hombres que ponen nombres a las películas, niñas curiosas y un largo etcétera.
Si la obra de Liniers resulta tan entrañable es precisamente porque nosotros formamos parte de ese universo, porque hay algo de nosotros en sus personajes y en sus trazos, y es justamente ese algo el que, al activarse en nuestro cerebro, hace que nuestra alma pueda condensarse en una carcajada, en una lágrima, en un pensamiento, en una mera sonrisa, o en todos estos gestos a la vez. Ahí radica su encanto. En la magia de Liniers, no hay un conejo que sale de la chistera de la mano del mago vestido de smoking; es, por el contrario, el conejo —con gafas— el que, cual potencia primigenia, logra erigir con su pincel un colorido mundo de sensaciones que lograrán anidar en nuestros corazones para la eternidad.
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