En las afueras de Medellín, a mitad de camino entre los pueblos de Envigado y Sabaneta y entre naranjos y limoneros, en la falda de una montaña se alzaba la finca de la infancia, Santa Anita, mirando hacia la carretera. Desde su corredor delantero los abuelos los veían venir. «¡Llegaron!», decían aterrados cuando en la primera curva aparecía el Fordcito atestado de niños, como si fueran la plaga de la langosta. No. A Santa Anita no la tumbaron ellos, el narrador y sus hermanos: la tumbó el derrumbe de la montaña en que se alzaba, que en una temporada de lluvias se vino abajo y se la llevó. Hoy, cuando el narrador tiene la edad de los abuelos, los días turbios del presente se tiñen de un color azul. Un libro sobre un paraíso perdido en la pluma de uno de los escritores más burlones del idioma.
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