La justeza del cine mexicano vuelve cierta, certera y diversa, una celestial fábula apocalíptica actual que corre de la siguiente manera. Había una vez una exhibición regida por la Banda de los Cuatro (integrada por representantes de las ínclitas cadenas Cinemex, Cinépolis, Cinemark y Lumiere), llamada así porque estaba integrada por cuatro anónimos seres omnipotentes sin rostro e intercambiables que representaban a cada una de las grandes cadenas exhibidoras que operaban en el país, y ellos se sentaban juntos, armónica y rutinariamente varias veces por semana, a ver y analizar las posibilidades, condiciones y salas de estreno, de todas las películas mexicanas recién terminadas (o haciendo paciente fila desde hace uno o dos años) y recibidas de manos de los distribuidoras para definir su destino, pues así se decidían, con plena liberalidad, capricho e ilegalidad, el número de copias aceptables y aceptadas de cada cinta (entre una o ninguna y trescientas cincuenta), para satisfacer el número de pantallas propuestas por cada miembro de la banda para el estreno de cada título en cuestión y el número de salas para la segunda semana compartida (con otro filme), fijando su fecha de salida y predeterminando, en consecuencia, su difusión, su éxito, su posibilidad de recuperación, su gloria, su condena, su relegamiento a cines de la periferia, o su muerte instantánea, y colorín colorado este cine comercial y esta industria fílmica se han acabado, sin capacidad de apelación y sin que nadie proteste, y con la seguridad de que si protesta no tiene eco (los cineastas están demasiado absortos pavoneando su impotencia como para actuar en verdadero beneficio propio o colectivo).
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