Los protagonistas, una mujer (que relata para nosotros) y su compañero, parecen instalados en un tiempo que ya no es su tiempo, el nuevo siglo, el nuevo milenio y, desde él, revisan la futilidad de su aventura y la muerte de su hijo. Todo ello en el espacio reducido de una habitación que es un mundo con un orden, diríamos, propio y casi fantasmal: el espacio adecuado quizá para hablar de decadencia de las ideologías y de los cuerpos. Gracias a una prosa que no teme a la convulsa belleza que André Breton reclamaba, Diamela Eltit arma un relato de una efectividad impresionante: una suerte de obituario definitivo para una experiencia compartida, un fracaso en el que cohabitó toda una generación que creyó en un proyecto social y revolucionario luego frustrado.
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