El periodista de «La pluma de Dumbo», convencido desde joven de que algún día sería un gran escritor, escucha un comentario cáustico de su hijo sobre la gran novela que nunca llega; en «Inodoro», un electricista se queda dormido en la casa vacía donde está trabajando, y, cuando despierta, una chica de voz seductora lo llama desde el lavabo; Drake, el joven basurero abandonado por su mujer de «Ultraje» convierte por una noche el camión de la basura en un barco pirata. Y en «Extinción del dálmata» y «La muerte del autor» se cuentan los irónicos, terribles grandes finales de dos hombres, de dos antiguas lenguas que se extinguen con ellos.
Pero en Hipotermia hay mucho más. Porque en este libro, entre relatos cerrados, apretados, redondos, que se anillan unos con otros y al hacerlo se resignifican, hay tres novelas reducidas a sus momentos climáticos: la del escritor de libros de autoayuda que, corrompido por las disciplinas que predica, destruye su universo emocional y acaba como profesor en Boston, el infierno; la del ejecutivo del Banco Mundial que de tanto fingir que es otro ya sólo puede percibir la realidad cuando viene mediatizada por la televisión, el teléfono móvil o el correo electrónico; y la de un historiador de la vida privada que, muerto espiritualmente, resucita como cocinero, artista del cadáver, el arte más glamouroso de la contemporaneidad, y es el protagonista de los deslumbrantes «Salida de la ciudad de los suicidas» y «Retorno a la ciudad del ligue», con los que concluye pero no se cierra este espléndido modelo de libertad narrativa que es Hipotermia, una novela integrada por relatos, según intención del autor.
«Acabo de leer La muerte de un instalador, de Álvaro Enrigue, y siento que ahí hay un escritor que todavía se plantea retos con la literatura, con el lenguaje» (Sergio Pitol).
«Un nuevo gran escritor mexicano» (José Luis de la Fuente, Renacimiento).
«Un escritor hecho y derecho» (Mario Vargas Llosa).
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