Queda fuera de toda duda el hecho de que existe una corriente emergente de pensamiento, que se atisbó ya en tiempos de Italo Calvino merced a su nunca debidamente ponderado “¿Por qué leer a los clásicos?”, que reivindica la lectura de los clásicos como cimiento imprescindible de quien se propone ser culto, pues, para ser culto, es preciso atesorar un conjunto de conocimientos humanísticos sin aparente utilidad práctica. La profesora Mary Beard defiende en este monumental ensayo – recopilación de reseñas – la actualidad permanente de la cultura clásica, y lo hace por medio de una prosa tan sembrada de citas y referencias como de chascarrillos; haz académico y envés divulgador de una misma, urgente y nobilísima reivindicación, erudita si se quiere pero, al mismo tiempo, para (casi) todos los públicos.
La publicación de este ensayo responde a un propósito editorial ambicioso: esparcir como semillas de trigo unas pocas pero valiosas ideas, sin someterse al corsé de un hilo argumental paralizante, a fin de que el lector medio, al terminar las cuatrocientas páginas, pueda presumir de saber algo sobre Grecia y Roma. Paradójicamente, este paseo por la Historia sin vocación de plenitud consigue cautivar al lector a fuerza de narrar la intrahistoria unamuniana con pinceladas sobre la vida de la gente común de la Antigüedad. De esta manera, la autora se atreve a destruir, armada con el rigor implacable de los datos, algunos de los mitos generalmente tenidos por irrefutables: nuestra palabra democracia deriva del griego, eso es cierto. Aparte de eso, el hecho de que hayamos decidido otorgar a los atenienses del siglo VI el estatus de “inventores de la democracia”, responde a que hemos proyectado nuestro deseo de que tenga su origen en ellos. Por ejemplo.
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