En esta obra, Kant convierte la reflexión moral en un asunto simultáneamente público y privado: es decir, político. Su crítica a las éticas consecuencialistas se vertebra la noción de voluntad buena como único sustrato de lo ético, y en su posterior despliegue en una moral que pone de relieve, como nunca antes se había logrado, que el ser humano es siempre un fin y jamás un mero medio. La posterior reacción contra toda norma asociada a la idea del deber kantiano universal, y su sustitución por una moral emotiva y subjetivista, está en el origen de la deriva identitaria que impregna el mundo posmoderno.
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