Faustina es una novela pero también es un habla: un soliloquio y una recuperación de palabras que se van desgastando, conforme cambian la ciudad y las maneras de vivirla. Se acumulan maneras de decir, y se van recuperando también maneras de comer, de añorar, de querer, de tener miedo. Quien ya está hablando cuando entramos al libro está contando su historia desde antes de que lo abramos, y cuando nos vayamos, en la última página del libro, no cesará.
Faustina cuenta la historia de una madre que no quiso dejar de ser sus antepasados, también la de un padre ausente y antiguo que vuelve una sola vez, una sola Navidad, para en realidad despedirse. La meliflua voz que narra esta novela dice que hay momentos en que el mundo muestra sus pliegues, cuando se puede ver que la realidad es una ilusión nuestra y que vivimos como figuras pintadas en un lienzo.
Esa misma voz luego se pregunta cuántas omisiones y azares confluyeron para que cada persona brotara en la tierra, para hacer de su carne destino y un poco de voluntad. Como la vida y el amor, Faustina es una historia que sólo termina para volver a empezar. Y a todo esto, ¿quién es Faustina?
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