Al principio de Los errantes, la narradora esboza un autorretrato que es también una poética: «A todas luces yo carecía de ese gen que hace que en cuanto se detiene uno en un lugar por un tiempo más o menos largo, enseguida eche raíces. (…) Mi energía es generada por el movimiento: el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión, el balanceo de los ferrys.» Inquieta como ella, esta novela no se detiene ni un momento: en bus, avión, tren y ferry, la acompaña a saltos de país en país, de tiempo en tiempo, de historia en historia.
Un libro inquieto, pues, y no pocas veces inquietante, como buena parte de los relatos que contiene: «historias incompletas, cuentos oníricos» subsumidos en un libérrimo cuaderno de viaje hecho de excursos, apuntes, narraciones y recuerdos que en muchos casos tienen como tema el viaje mismo: así, el relato de Kunicki, que, en plenas vacaciones, tendrá que enfrentarse a la desaparición de su esposa y su hijo, y a su reaparición enloquecedoramente enigmática. O el del gélido doctor Blau, taxidermista, que visita a la viuda de un ilustre colega con la intención de estudiar su laboratorio. También está el de Ánnushka, obsesionada por comprender los incomprensibles juramentos que profiere una pedigüeña en la estación de metro. O el de la bióloga que vuelve a su país para reencontrarse con su primer amor, ahora agonizante. Y, en medio de todos ellos, el relato real de cómo el corazón de Chopin llegó a Polonia escondido en un tarro de alcohol en las enaguas de su hermana; o el del anatomista flamenco Philip Verheyen, que escribía cartas a su pierna amputada y disecada; cartas, en fin, como las que le mandaba Joséphine Soliman al emperador Francisco I de Austria para recuperar el cuerpo de su padre, disecado como la pierna de Verheyen e infamantemente expuesto en la corte donde había servido en vida…
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