Todo empezó en la década de los ochenta, cuando un Houellebecq veinteañero se topó por azar en una biblioteca parisina con un libro de aforismos de Schopenhauer; y tuvo una revelación: descubrió en él a un alma gemela, un álter ego del pasado, un maestro. Esa admiración acabó desembocando en este libro, una suerte de diálogo entre dos personas separadas por el tiempo pero unidas por la fiereza del pensamiento: dos voces indómitas, a contracorriente, de un pesimismo lúcido e incómodo. Houellebecq elabora una perspicaz lectura de la obra del filósofo alemán que acaba funcionando como un juego de espejos. Y así, Houellebecq ilumina a Schopenhauer y Schopenhauer ilumina a Houellebecq. Houellebecq conoce a Schopenhauer: el gran iconoclasta de las letras francesas se cruza con el gran pesimista de la filosofía alemana; y descubrió a alguien que le hizo sentirse menos solo.
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