Es difícil plantear un escenario más angustioso que el que sirve de punto de partida a esta novela: un padre y su hija pequeña viajan solos a bordo de un barco y cuando, en una noche de tormenta, el padre se acerca a arropar a su hija, que está durmiendo en el camarote, se encuentra con que la niña no está. Y cuando digo pequeña me refiero a una niña de siete años. Se trata además de un libro menudo, no parece que semejante tema pueda caber en esas pocas páginas, cuánto más cualquier otro. Y sin embargo es asombroso hasta qué punto la desaparición de la niña y el viaje por el mar del norte sirven como vehículo para la reflexión sobre la relación entre padres e hijas. La parte argumental es realmente magnífica, está llena de sorpresas, de situaciones brillantemente construidas y de una emotividad fuera de lo común en cuanto que se provoca con tanta honestidad como talento. Pero la que me resulta fascinante es la parte reflexiva. Decir todo lo que dice Toine Heijmans en las pocas páginas de En el mar no es algo al alcance de cualquier escritor. Que un lector y padre como yo se sienta tan absolutamente identificado con ese marinero que recoge a su hija para finalizar una navegación de tres meses en solitario es la mejor explicación de porqué la literatura es tan grande como es. Cierra uno En el mar y siente que ha vivido algo, y eso que lo cierra al poco rato de abrirlo porque es imposible no leerlo del tirón. Y además de sentirse impresionado y conmovido, siente que también ha aprendido algo y no necesariamente sobre el mar, la navegación o la literatura.
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