Cuando en julio de 1942, los Frank tuvieron que elegir al llamado de la Gestapo o esconderse costara lo que costara, prefirieron lo segundo, olvidando las pobres gentes cual es el poderío de Leviatán y su paciencia antropófaga. En un pabellón situado detras de un patio. Tal como hay tantas casas en Ámsterdam, se instalaron como ratas en un orificio. Había que adoptar mil precauciones: no dejarse ver, no hacer ruido. Es de imaginar que problemas de todo orden se les presentaban a estos prisioneros voluntarios: los menores no eran indudablemente, aquellos cuyos términos renovaría diariamente la intolerable cohabitación de ocho seres. Fue allí, en el ambiente paradójico donde Ana descubrió a la vez, su propia existencia y la de otros. A la hora en que una criatura principia a enfrentarse con el mundo exterior y saca de los múltiples contactos un enriquecimiento infinito, esta muchachita no tuvo ante ella sino el espectáculo del abrigo húmedo, del patio y de los siete locatarios – parientes , amigos, relaciones- con quienes tenía que compartir su suerte. Lo asombroso es que su sensibilidad no se haya en poco tiempo falseado, que haya sabido conservar su libertad, su fantasía y la alegría que, hasta en los peores peligros, flota y resuena, a lo largo de su diario, con el son mismo de la virtud de la infancia.
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