Filosofía y literatura son formas de pensamiento, ambas nos introducen en auténticos experimentos del pensar. La primera diría poco sin el caudal de metáforas y formas literarias de las que se ha valido desde sus orígenes. La segunda ha sido siempre arena donde el tiempo, la muerte, la angustia, el amor y la soledad —entre muchos otros tópicos— se han problematizado con insistencia.
En esta perspectiva, la propiedad de lo filosófico y de lo literario se ve desdibujada. Las obras de Jorge Luis Borges y de Gilles Deleuze son muestra de este desdibujamiento de fronteras. La pregunta por la proliferación de los discursos y las narraciones, por la forma como filosofía y literatura conocen el mundo, son cuestiones centrales en ambos pensadores.
Los dos también comparten la certeza de que ningún relato o teoría puede decir la última palabra sobre la estructura del universo o la esencia del ser. En Borges y en Deleuze, son las paradojas las que nos permiten pensar la pluralidad del mundo sin reducirlo a la unidad, ellas también nos habilitan para pensar al ser en su univocidad. Lo unívoco no es lo idéntico, al contrario, en él lo único mismo es la repetición de lo diferente. La univocidad no es la tautología, antes bien, ella es perfectamente compatible con la existencia de múltiples formas de ser.
El universo es el desfile inagotable de una multiplicidad de voces que dicen al ser sin poder reducirlo a la unidad; pero todo lo que se dice, difiere y el ser es ese diferir, tal y como ocurre en el Aleph borgesiano.
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