Todo ciudadano tiene algo que ocultar. Dónde se encuentra y con quién conversa, qué pasiones le arrastran y qué enfermedades le postran, con quién se divierte y de qué aficiones disfruta; nada de esto está destinado a ojos y oídos ajenos. Ninguna autoridad y ninguna empresa está autorizada para abarcar y menos aún para dirigir los hechos de la vida privada. El grado en que los individuos disfrutan de libertad en la sociedad se mide por el modo como pueden encauzar su vida a su propia manera, sin injerencias indeseadas de terceros. La privacidad es el fundamento de la libertad, y esta libertad protege frente a todo poder.
La destrucción de lo privado está desde hace años en pleno apogeo. Está siendo cada vez menor la indignación acerca de la usurpación de datos, vigilancia secreta de personas y teléfonos, búsqueda policíaca extensiva o controles de seguridad generalizados. Apenas si significa ya algo más que un breve sobresalto desde el sueño profundo de la comodidad colectiva.
Para las instituciones del poder político y económico, la privacidad, la libertad y la rebeldía son molestas reliquias de una época en la que todavía existían ámbitos sociales más allá del Estado y del mercado.
Quien crea que no tiene nada que ocultar, ha renunciado ya a su libertad y se niega a dirigir por sí mismo el rumbo de su vida. No debe, pues, extrañarse si la estupidez o la torpeza arruinan su reputación y reducen sus expectativas sociales.
W. S.
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