De dónde venimos y dónde nos quedamos, quiénes nos precedieron y a quiénes precederemos, cómo pensamos los afectos —y cómo los llevamos de la teoría a la práctica—, todo cuanto hay en ello de ideológico. Estos rumbos, más el tiempo y el lugar, más los espacios en los que la vida ocurre, atraviesan Corrige los nombres.
En varios sentidos, con varias trayectorias: por aquí pasa el tiempo que avanza o se detiene e incluso que mira atrás, según, y con él la conciencia de la muerte, la fragilidad y el envejecimiento. También en estos poemas se sitúa el tiempo en su circularidad, con la importancia de las estaciones —el tiempo en el paisaje, en la sensación— y su desajuste, y se habla del presente, igual: con él las incertidumbres, los miedos, los conflictos.
Y atraviesan Corrige los nombres el territorio, los detalles físicos y vitales que forjan la memoria: personas, plantas, árboles, animales, construcciones, máquinas. Estos poemas se emplazan, se sitúan: no quieren oponerse a su propio paisaje, sino formar parte de él. Nos brindan el gozo del lenguaje, de su torsión y sus hallazgos; una celebración sencilla y pura —frontal— de las posibilidades del idioma. Fruela Fernández ha escrito un libro que recibiríamos como oscuro —y lo es, en buena medida—, pero en el que importan la aceptación y la esperanza, con una extraña luz. Un libro que retoma la emoción política de su poemario anterior, La familia socialista, y desde ahí busca, se pregunta, responde, ensancha.
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