Invitados al juego de elegir y disponer palabras al azar – o a la tarea de hacerlo con un método preciso que, por elusivo y misterioso, preferimos llamar así - , cedemos pronto a la fascinación de ellas. Después desplegamos un trabajo placentero: contar sus sílabas, dejar que acentos y cadencias hagan su música, entregarnos a su sentido, volvernos lectores de poesía, difundir los versos en castellano que son nuestros y de todos.
En estas páginas se dice que muchos creen, “equivocadamente, que los versos se escriben en estado de agitación, entusiasmo o cuasi demencia”. Y se demuestra después, en beneficio de los jóvenes hispanohablantes – o de los angloparlantes que estudian el español -, para llevarlos a intentar su primer poema, que esto raramente ocurre así.
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