Cada objeto artesanal tiene una magia propia, una especie de emanación de gracia que nos seduce y nos toma. La belleza de ciertas piezas de cerámica ejerce sobre nosotros la más evidente de esas seducciones. Pero no es lo único capaz de atar nuestra atención a la forma siempre misteriosa de algunas obras de barro. ¿No es inmensa la fuerza de una vasija que al mismo tiempo que nos sirve exige nuestra admiración, nuestra callada y detenida contemplación? Por otra parte, el barro mismo es un material cargado de múltiples significados, desde el origen mítico del hombre modelado por Dios a partir del barro, hasta las orgullosas comparaciones nacionalistas de la piel del mexicano con el color de su tierra. La jícara de barro es en la pintura y en la literatura nacionalista de los años treinta y cuarenta, el emblema de la nacionalidad. De la misma manera que fue para los europeos desde el siglo XVI y para los estadunidenses posteriormente, un emblema del exotismo, de la "otredad", de la gente "diferente" que toma agua con esos otros objetos, que dibuja en ellos esas otras figuras y entierra a sus muertos en aquellas vasijas. Y tan se convirtió en un emblema que los escritores de los años treinta que criticaban los estereotipos nacionalistas de la literatura de aquella época que la llamaban "literatura de jicarita". También es común en escritos de esa época que para elogiar la sinceridad abierta de una persona se diga que es "sonora como olla de barro".
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