El rostro del pequeño Elie Wiesel resplandecía al escuchar los relatos que su abuelo le contaba sobre los principales maestros del jasidismo. La primera Guerra mundial quedaba ya lejos en aquellas tierras rumanas que un día pertenecieron al imperio austro-húngaro. Desde tiempos inmemoriales, los judíos habitaban en florecientes comunidades aquellos lugares que muy pronto sentirían el azote del Holocausto. De hecho, Wiesel fue recluido en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald con sus familiares cuando apenas contaba dieciséis años.
En aquella larga noche lo perdió todo. Tal vez sólo pudo retener, en algún rincón de su memoria, la llama que un día iluminó su rostro de niño y que le conectaba con la mejor historia de sus antepasados.
En Celebración jasídica el premio Nobel de la paz evoca las paradojas y las historias de rabinos míticos como Shem-Tov, Israel de Rizhin o Méndel de Kotzh, entre otros. En ellos aún se percibe aquella luz hiriente que cubría el rostro de Moisés cuando, bajando el monte Sinaí después de encontrarse con el Dios de Israel, llenaba de temor a un pueblo en peregrinación permanente
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