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Un día de carnaval me perdí por la calle y pedí indicaciones a una «cebra». La «cebra», una chica de unos 15 años disfrazada de este animal, al ver que no entendía sus instrucciones, decidió acompañarme un trecho del trayecto. Mientras, la llamó su madre, extrañada, pues se estaba retrasando. Y la chica, que tan bien me había caído, le respondió: «Es que estoy acompañando a una señora a su casa». ¿Cómo? ¿Señora? Miré para ambos lados. Las dos estábamos solas. La «cebra» sólo me acompañaba a mí. Por tanto, yo era la «señora». ¡Qué horror! Ahí empezó todo. Hace cinco años. Cuando tenía 43.
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