Marco Tulio Cicerón (Arpino, 106-Formia, 43 a. C.) fue siempre un profundo admirador de aquellas virtudes tradicionales que, con el mos maiorum como norma de vida, hicieron grande a Roma frente a Cartago. En su madurez, desengañado de la política y reforzado su pensamiento con lo mejor de la filosofía griega, pensó que el mayor servicio que podía prestar a la República era convencer a sus conciudadanos de que la paz y la concordia ciudadana (concordia ordinum) sólo se conseguirían con la práctica de las virtudes romanas a la antigua usanza. A este objetivo, que había de costarle la vida, dedicó sus grandes tratados de moral social: De re publica (años 54-52), De legibus (años 52-51), Disputationes Tusculanae y De finibus bonorum et malorum (ambos del 45) y, finalmente, De officiis (años 44-43), escrito ya en vísperas de su muerte y que, sin él saberlo, pero quizás presintiéndolo, es el testamento político-moral de este «héroe de la libertad».
En medio de la actividad casi febril que da origen al De officiis (verano del 44), escribe otras obras menores y, entre ellas, este pequeño tratado, que él tituló Laelius de amicitia. Lo escribe pensando que el bien de la patria y la felicidad de los ciudadanos debían basarse sobre los principios de la amistad, que «no es otra cosa sino un común sentir en las cosas divinas y humanas, junto con una benevolencia llena de amor».
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