Río de Janeiro en argentino
Se sabe que Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900 – 1942) es uno de esos autores que, desde su inicio, lo mismo fueron admirados que despreciados. Lo acusaron de tener una prosa descuidada, de no saber siquiera redactar. Bueno, igualmente se sabe que le gustaba la vida de los bajos fondos, por ello nombraba todo con su lunfardo porteño, le gustaba “chapalear el barro”, como reza aquel viejo tango de Celedonio Flores. El tiempo asentó los ánimos encontrados y colocó su obra en la base de una nueva literatura argentina.
Ya con fama en la nación albiceleste, y otro poco fuera de ésta, Arlt publicó crónicas en el diario El Mundo, tan frescas y cordiales que pronto tuvo la oportunidad de buscar víctimas para su pluma por toda Sudamérica, los lectores gustaban de viajar a través de sus aguafuertes —así las llamó el autor—. Río de Janeiro, otrora capital del Imperio del Brasil tras su independencia de Portugal, no escapó al Juguete rabioso bonaerense. Tan sólo con dos prendas: “Un traje para tratar con personas decentes y otro hecho pedazos, con un par de alpargatas y una gorra desencuadernada”, emprendió una estadía de dos meses en tal lugar. Nada de entrevistar a intelectuales atrapados en sus propias anécdotas, que no hacen sino obstruir la mirada espontánea con sus tergiversaciones retóricas.
Las Aguafuertes cariocas funcionan de la siguiente manera: Arlt sale a la calle y mira cómo funciona su vecino mundo del ordem e progresso, anota, mira algunas botellas de leche a la puerta de las casas, permanecen allí solitarias, sin que nadie las hurte, entonces el asunto le interesa y lo reflexiona. Le oye una suave articulación del portugués a una brasilerita y se deja embelesar por su sonoridad, piensa en ello y lo relata. Mira a los negros que trabajan y andan de aquí para allá bajo el sol abrazador, así que imagina largos años de esclavitud vivida por los padres de éstos, los padres de los otros, los padres de los padres que fundaron con sus manos la tierra que pisa, entonces cuenta, dice en letra impresa.
Las comparaciones entre Buenos Aires y Río no pueden soslayarse, al fin y al cabo, la otredad necesita, a su vez, de su otredad. El viajero que se mira en el espejo extranjero reconoce la imagen de su país en medio del exotismo nunca antes visto. Además no debe olvidarse que escribió sus aguafuertes para que las leyeran sus paisanos. Arlt se muestra desenvuelto en las cuarenta aguafuertes que realizó hasta que tuvo que volver a su país para recibir un premio por su novela Los siete locos, hablo de 1930. La sinceridad de sus crónicas expresa un habla cotidiana, acorde con la cotidianeidad que buscó transmitir, baste como prueba un botón: “Ustedes saben perfectamente como soy yo. No me caso con nadie. Digo la verdad. Bueno: iré a ver esos países, sin prejuicios de patriotismo, sin necesidad de hablar bien para captarme la simpatía de la gente”.
«Reseña escrita por Gamaliel Valentín González, El Péndulo Perisur»
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