Durante tres centurias, los académicos y los intelectuales han identificado la Revolución Gloriosa de Inglaterra, de 1688-1689, únicamente como un momento crucial en la excepcional historia de Inglaterra, asociándola a los orígenes del liberalismo. El viejo relato enfatiza la revolución de 1688-1689 como un gran momento en el cual los ingleses defendieron su particular forma de vida, de manera incruenta y consensuada. La idea que propone Steve Pincus en este libro es que los revolucionarios ingleses crearon, por medio de una revolución—la primera y auténtica revolución moderna por encima de la francesa—mucho más sangrienta de lo que se creía hasta ahora, un nuevo tipo de Estado moderno, que habría supuesto un auténtico antes y después en la historia de Europa y en la conformación del mundo moderno tal como lo conocemos hoy. En la versión tradicional de la Revolución Gloriosa, el pueblo inglés, guiado por sus líderes naturales en las dos Cámaras del Parlamento, cambió del modo más sutil el Estado inglés en 1688-1689. Alteraron ligeramente la sucesión, hicieron que fuese ilegal que un católico heredase el trono y aprobaron la ley de Tolerancia, permitiendo a los disidentes protestantes practicar su culto libremente. La tesis de Macaulay, que se convirtió en la exposición clásica de la interpretación whig de la revolución de 1688-1689, reunía ciertos aspectos distintivos. En primer lugar, la revolución fue no revolucionaria (durante el período revolucionario y por todo el país, hombres y mujeres se amenazaban entre sí, destrozaban sus propiedades y se mataban y mutilaban los unos a los otros). En segundo lugar, la revolución fue protestante. En tercer lugar, la revolución puso en evidencia la naturaleza fundamentalmente excepcional del carácter nacional inglés. En cuarto lugar, no hubo reivindicaciones sociales en la base de la revolución de 1688-1689. El presente libro cuestiona todos los elementos de esta arraigada versión. Sostengo que la revolución inglesa de 1688-1689 fue la primera revolución moderna. Llegué a esta conclusión tras más de una década de investigación en archivos de Norteamérica, del Reino Unido y del resto de Europa. La revolución de 1688-1689 es importante no porque reafirmara el excepcional carácter nacional inglés, sino porque constituyó un hito en la emergencia del Estado moderno. Pero el cambio económico y social no hizo que la revolución de 1688-1689 fuera inevitable. Jacobo?II [rey de Inglaterra entre 1685 y 1688], profundamente influenciado por la particular rama del catolicismo que él practicaba y por el exitoso modelo político de su primo, Luis?XIV de Francia, procuró desarrollar un Estado absolutista moderno. Llegaron pronto a la conclusión de que un centralizado imperio territorial y de ultramar, con bases en la India, en Norteamérica y en las Indias Occidentales, constituía un puntal esencial. Jacobo reunió recursos disponibles desde hacía poco e ideó planes para un imperio mucho mayor, a fin de crear un Estado católico y moderno. Los revolucionarios imaginaron que Inglaterra sería más poderosa si alentaba la participación política más que el absolutismo, si se mostraba más tolerante con las religiones y menos tendente a catolizar, y si se dedicaba a promover la industria inglesa en vez de a mantener un imperio basado en la posesión de tierras. Fue precisamente porque Jacobo había sido capaz de crear un Estado tan poderoso por lo que muchos de sus oponentes se dieron cuenta de que sólo era posible oponerse a él con violencia y de que sólo una transformación revolucionaria lograría impedir que un futuro monarca inglés recrease su moderno Estado absolutista. Aquellos que derrocaron a Jacobo?II en 1688 y dieron forma al nuevo régimen en la década siguiente fueron, necesariamente, revolucionarios.
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