Los yonquis de Burroughs tampoco van a salvarse, en eso se parecen a los que nos tocaron a nosotros (a los nuestros) y a los que han seguido. Carne de indefensión, peña dando vueltas por la calle, por los bares, a ver qué pasa, a ver qué pilla. Robar a borrachos en el metro, creer que se han quitado para siempre mientras se meten el definitivo. Porque los yonquis viven definitivamente cada día. Toda generación aporta sus adictos. La que retrata Burroughs en esta novela es doblemente superviviente, pues la integra un personal que ha salido vivo (iba a poner indemne, qué tontería) de la Segunda Guerra Mundial. Llevan en los brazos sus propios campos de minas. Es la cofradía echada a perder que también aparece en otros títulos de esos días, por ejemplo en El hombre del brazo de oro, la novela de Algren y la película de Sinatra. Yonquis de camisa blanca y americana vieja. Los nuestros eran de chándal y riñonera, bueno, eso fue al final, cuando iban consumidos del brazo de sus madres. Pero cuando leí esta novela aún llevaban chupa y pegaban tirones.
En los yonquis de Burroughs, quiero decir, en su manera de contarlo, fluye una literatura que no será la de Burroughs sino la de su época. Burroughs enseguida se irá a otra escritura, no va dejarse atrapar más que por sí mismo y por lo que ya le tiene pillado. Este libro está más cerca de sus amigos que de él. Lo habita la gente de En el camino de Kerouac, y del Aullido de Ginsberg. Pero un yonqui no tiene amigos, y Burroughs era un escritor solitario.
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