Tres intenciones filosóficas informan este libro, según su autor: la primacía de la reflexión sobre la inmediatez del sujeto, que permite oponer sí mismo a yo; la contradicción dialéctica entre mismicidad (identidad-idem) e ipseidad (identidad-ipse), y la implicación en la ipseidad de la alteridad (sí mismo en cuanto a otro). Su pretensión primera es situar la hermenéutica del sí a igual distancia de la apología del Cogito de su abandono. No hay por qué exaltar ni rebajar al “yo” de “yo pienso”. De hecho, la disputa del Cogito se considera superada. Pero si bien se rechaza el carácter metafísico del yo cartesiano y el carácter hiperbólico de su duda, no por eso se cae en la desconstrucción nietzcheana que hace del lenguaje algo figurativo y mentiroso, provocando su paradójica autonegación. Nietzsche destruye la pregunta a la que el Cogito debería dar respuesta y hace del pensar una ilusión. Los estudios primero y segundo de este libro abordan, pues, una filosofía del lenguaje (semántica y pragmática), inscribiendo en la hermenéutica del sí fragmentos de la filosofía analítica. Los estudios tercero y cuarto ponen de manifiesto una filosofía de la acción, relacionando ¿quién habla? y ¿quién actúa? En los estudios quinto y sexto continúa la confrontación constructiva entre filosofía analítica y hermenéutica al plantear el problema de la identidad personal, con lo que establece también una continuidad respecto de Tiempo y narración II (identidad narrativa). Los estudios séptimo, octavo y noveno vuelven al aspecto ético y moral de lo bueno y lo obligatorio, y la dialéctica de sí mismo y del otro (del idem y del ipse) encuentra su pleno desarrollo a propósito de la solicitud por el prójimo y de la justicia para cada hombre. En el décimo estudio se cuestiona, por último, la unidad analógica del actuar humano y la gran polisemia de los términos “ser” y “alteridad”, ahuyentando así la ambición de fundamento último de las filosofías del Cogito y de la idea de episteme, y quedándose en el terreno de una débil atestación en tanto que confianza, crédito o conciencia moral (“la seguridad de ser uno mismo agente y paciente”). La cuestión de Dios queda en un “aplazamiento agnóstico”. No hay una moral cristiana sino una moral común.
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