En dos ocasiones, durante su infancia, Pascal Quignard se ensimismó en un estado autista. Ese refugio interior, como una impronta, forjaría su carácter retraído y parco en palabras. Ahora, en su madurez, parece que se halle inmerso de nuevo en una peculiar forma de autismo: la proliferación de sus escritos deberíamos entenderla como la erupción –súbita, fogosa, ineluctable—de todos sus pensamientos contenidos y en ebullición dentro de sí. Sus textos son la expresión de un mutismo que arranca a hablar; que necesita –para no volverse loco—testimonia sobre sus obsesiones emotivas, sus asombros o estupefacciones, su dolor íntimo y sus desgarros existenciales; que precisa exorcizar las palabras que nombran y dan sentido al mundo.
La lectura de los textos de Quignard me fascina: su lógica de pensamiento, la armonía desordenada de su exposición, la coherencia en su fragmentación, el sufrimiento inmanente que comunica… Su escritura es ascética, sobria, contenida; aunque en ocasiones se desborda con vehemencia para precisar no inefable: los trazos del silencio, el vértigo de Eros, la seducción que suscita el abismo, el extravío en que los sueños nos suman, la incertidumbre que establecen los puntos de fuga en la significación del lenguaje…
En ocasiones se advierte en su escritura su dificultad para expresar lo indecible, para deslindar la frontera entre lo que pertenece a la palabra o al silencio… Incluso cuestiona la propia palabra y su escritura pues, según afirma, en la mayor parte de la vida humana –en la infancia, la senectud y los sueños—el lenguaje se ignora. Ergo: el lenguaje es in-humano. Sus textos son viscerales: un vaciado, una efusión compulsiva de sus prolijas lecturas y de sus conocimientos sedimentarios, un preguntarse a sí mismo a través de un hipotético lector: “He escrito porque es la única manera de hablar callando” (Pequeño tratado sobre Medusa)
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