Al soneto, se dice, le robaron la libertad. Pero no es cierto: la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino lo que uno puede dentro de parámetros determinados. Cada civilización entiende esa libertad y la expresa a su manera y, por eso, cada civilización también luce su propia tradición de sonetistas. Los ingleses tienen a Shakespeare, Milton, Wordsworth, Rossetti y Hardy; los franceses, a Baudelaire, Verlaine y Mallarmé; los portugueses, a Miranda, Camões y Quental; y los alemanes, a Rilke y Hofmannsthal. Nosotros, en castellano, somos más fecundos y, acaso, más efectistas. Tenemos a Boscán y Garcilaso, a Lope y Cervantes, a Góngora y Quevedo, a Machado y Hernández, a Sor Juana y Sigüenza y Góngora, a Darío y Lugones, a Vallejo y Borges, a Neruda y Parra. Nuestros sonetos meditan sobre la cercanía de la muerte, lo inenarrable del amor, la fe traicionera y el dolor de estar vivo. Aunque estamos regados en veinte naciones distintas alrededor de un océano inmenso, hay una escalofriante unidad en nuestra diversidad. De hecho, leídos cumulativamente, los casi doscientos sonetos incluidos en esta antología editada por Ilan Stavans, uno de los intelectuales más importantes del mundo hispánico, dan la impresión de haber sido escritos por un solo Autor de Autores, un esmerado herrero de la sintaxis que asombra por su exactitud, variedad y agudeza.
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